Acaba de publicar su propia traducción de El príncipe de Maquiavelo, con un prólogo de 100 páginas que, sin querer queriendo, es también un retrato de la cultura política de su generación, justamente la que movió los hilos en la historia reciente de Chile. Viera-Gallo fue diputado, senador, ministro y embajador, y la excusa de Maquiavelo le sirve aquí para contar cómo ha entendido el ejercicio del poder, pelearse con los “profetas desarmados” y analizar los errores que hoy limitan a la derecha y desorientan al progresismo.
En su introducción a El príncipe (Tajamar Editores) plantea que el mundo está atravesando “un momento maquiaveliano”. Suena inquietante.
Con esa expresión –que no es original mía− me refiero a que vivimos un cambio de época que ha puesto en cuestión los sistemas establecidos de ideas, las ideologías, las doctrinas, y también el modo en que los ciudadanos conciben su participación en la política. Y Maquiavelo (1459-1527) fue testigo y quizás el observador más agudo de los acontecimientos que dieron origen a la modernidad. Había caído Bizancio −el último vestigio del Imperio romano−, el conocimiento había salido de los monasterios gracias a la imprenta, surgían grandes avances científicos y astronómicos, y con todo esto emerge el humanismo cívico renacentista, una nueva idea del mundo y del ser humano basada en su libertad para encauzar su destino. Y como gran telón de fondo, se descubre América, símbolo de un mundo nuevo y desconocido. Y ocurre que nosotros, al menos los de mi edad, hemos visto cambiar el mundo de una manera brutal. La sola desaparición de la URSS fue casi como la caída de Bizancio. Y así como la imprenta llevó el conocimiento a la nobleza europea −no al pueblo, que no sabía leer−, internet produjo la democratización completa del conocimiento. Eso es muy fuerte para el sistema de gobierno, porque la información se adelanta a las comunicaciones oficiales y cada ciudadano se pronuncia inmediatamente por las redes sociales.
Lo cual obliga a pensar de nuevo cómo se legitima la autoridad, el mismo problema que intentó resolver Maquiavelo.
Y lo interesante es que él no ofrece una receta que podría ser anacrónica después de 500 años. Lo que hace es narrar los hechos políticos de su época, confrontarlos con la historia de Grecia y de Roma y proponer orientaciones que son una incitación a pensar. Además, describió la política sin tapujos, tal cual la vio, no como debiera ser. Y aconseja a los políticos que eviten confundir la realidad con sus ideales, porque si lo hacen van a fracasar. Por eso muchos dicen que es el fundador de la ciencia política, y Hannah Arendt llega a decir que en sus escritos está contenido todo el ideario de la modernidad.
Para muchos liberales del siglo XX, su mérito fue plantear el dilema real de la vida pública: no existen los caminos del bien y del mal, porque los principios éticos siempre entran en contradicción.
Bueno, lo estamos viendo con la pandemia. Es muy fácil decir “siempre debe primar la salud”. ¡Obvio, quién va a discutir eso! El problema del gobernante es cómo, en la práctica, se cuida la salud y se procura que la sociedad siga funcionando para evitar un desastre mayor. No puede priorizar uno de esos bienes en forma absoluta, y ahí es donde los principios éticos se empiezan a ensuciar con la contingencia.
Ese ejemplo es decoroso, pero usted también cita el problema que describió Weber: para evitar un mal, a veces hay que hacer algo malo.
El ejemplo más claro de eso en el siglo XX fue la bomba atómica sobre Japón. La justificación para tirar la bomba fue que, si el Imperio japonés no se rendía, la guerra en el Pacífico iba a durar eternamente y los muertos iban a ser millones. No defiendo la decisión final, pero ese era el dilema: elegir uno entre dos males enormes. Pero creo que, después de las guerras mundiales y de la Guerra Fría, la humanidad cruzó un umbral y se dio ciertos parámetros éticos y jurídicos para controlar al poder. Hoy, espero, ciertas armas y acciones están fuera de las posibles elecciones de los gobernantes. Pero nunca sabemos.
¿Cree que todo político que llega a cargos importantes está expuesto, alguna vez, a tener que mentir o ser poco transparente en aras del bien común?
Sí, o a cosas peores. Por ejemplo Obama, a quien yo admiro, autorizó asesinar a Bin Laden y tirar su cadáver al mar. No lo capturaron para llevarlo a una corte y juzgarlo conforme al derecho. Y muchas veces la “mano humanitaria” de los franceses en países africanos es bastante pesada. Lo que uno no puede permitirse es decir “ah, no hay nada que hacer, el poder es siempre igual”. No es siempre igual. Cuando los gobernantes son elegidos democráticamente, los niveles de abuso son mucho menores. Mi padre era diplomático y todos los países donde crecí eran dictaduras o gobiernos autoritarios: el primer gobierno de Perón, Trujillo en República Dominicana, Odría en Perú, Olivera Salazar en Portugal, con Franco al lado… O sea, me formé en dictaduras. Y veía la diferencia con la sociedad chilena, que era muy democrática, institucional. Creo que valoramos poco el hecho de que esa tradición haya sido capaz de sobrevivir a 17 años de dictadura.
También valoramos poco, reclama usted, a Maquiavelo como inspirador de libertadores. Cuenta que Bolívar, Francisco de Miranda y los padres fundadores de Estados Unidos lo tuvieron muy presente.
Así es. Vieron en Maquiavelo al gran defensor de la república, que en esa época era una idea muy poco probada. Entonces, los libertadores de las colonias querían fundar algo distinto de la monarquía, pero no sabían muy bien cómo. Y ahí, entre otras lecturas, fueron a descubrir el humanismo cívico florentino y se encontraron con que Maquiavelo perseguía lo mismo que ellos: la libertad y el necesario equilibrio que debe haber en una sociedad para conservar esa libertad, para lo cual recomienda las instituciones republicanas. Por eso le dice al nuevo príncipe: “Cuidado, no vaya a ser que después de tomar el poder y hacer todas tus hazañas te quieras convertir en un tirano. Tienes que establecer un Estado republicano, con leyes”. Esto es muy claro en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, de los cuales incluí algunos fragmentos al final del libro.
Ahí reivindica la sabiduría del pueblo, pero en El príncipe constata que los ciudadanos tienden a exculpar los abusos de los gobernantes mientras los resultados sean buenos.
Es que los gobernados son tan humanos como los gobernantes. Maquiavelo define al hombre con la imagen del centauro Quirón, que es un maestro muy sabio pero también tiene una dimensión bestial. De esa contradicción no se escapa nadie. Por eso es bastante hipócrita cuando se exige una política en que las personas sean como ángeles, sin ningún traspié. Y al final, efectivamente, lo que se enjuicia son los resultados. La gente dice “bueno, este señor o señora comprendió mis problemas y ayudó a resolver algunos”. O “intentó y no pudo, no lo dejaron”. Lo que los ciudadanos no perdonan, y en eso Maquiavelo tiene razón, es la inoperancia, que el gobernante no tenga dedos para el piano. Es lo que está pasando en Brasil con Bolsonaro: más allá de una cosa u otra, la gente ya se cansó de tanto lío en su gabinete, de que se pelee con medio mundo, de que sea incompetente ante la pandemia. Maquiavelo le advierte al gobernante que le conviene más ser respetado que ser amado. No odiado, pero sí respetado. Cuando ya no lo respetan, su autoridad se disuelve.
¿Ese podría ser el drama de Piñera?
La manera en que él enfrentó el estallido, efectivamente, mermó la credibilidad en sus capacidades, y eso produjo un debilitamiento muy fuerte de la autoridad presencial. Ante la pandemia siguió un poco mejor la recomendación de Maquiavelo: adapta tu naturaleza a las circunstancias.
Otra recomendación era “no enfrentes los problemas antes de haberlos entendido, porque los vas a agravar”. ¿Cree que ese fue el error de Piñera ante el estallido?
Sí. Creo que él se obnubiló y se salió de sus parámetros, no supo cómo enfrentarlo. Por eso hizo cosas tan contraproducentes.
Desde octubre a la fecha, la derecha ha mostrado poca capacidad para entender cómo piensan y sienten sus opositores. ¿Diría que ustedes eran mejores en eso?
Lo que pasa es que la izquierda, desde la vuelta de la democracia, siempre ha comprendido que para hacer cambios necesita mayorías amplias. La derecha, en cambio, como maneja muchas riendas de poder en la sociedad, no tiene en su ADN la necesidad de ir a buscar el acuerdo con los otros, le falta ese instinto. De ahí su escasa consideración por las organizaciones sindicales, por ejemplo. Y en el parlamento sólo les interesa si necesitan los votos. Más aún, yo creo que la élite de la derecha gobernante ha llegado al convencimiento de que no es posible un acuerdo de fondo con la oposición, ni siquiera con algunos sectores. Estos llamados a la unidad, al diálogo, se hacen casi como un rito, porque es lo que hay que hacer, pero asumiendo que no va a ocurrir.
¿Y eso porque consideran que la centroizquierda perdió su sensatez de antaño?
Puede que se lo cuenten a sí mismos en esos términos, pero es sobre todo porque no sienten la necesidad. Salvo que la urgencia los obligue, como pasó en noviembre cuando la situación se salía de control. Pero si no, les basta con ir ley por ley.
Algunos creen que el triunfo de Piñera en 2017, al ser tan expresivo, le generó a la derecha la falsa ilusión de que ya era mayoría en el nuevo Chile.
A ellos les pasó lo mismo que al segundo gobierno de Bachelet: no quisieron tomar en cuenta que más del 40% de la gente no había votado. Entonces creyeron que tenían un gran mandato de dar un vuelco de timón, pero eso no tenía sustento en ninguno de los dos casos. Piñera todavía dice “una inmensa mayoría nos dio el apoyo”. No fue así. La mayoría de la gente se mostró indiferente o contraria a su mensaje. A propósito de esto, en El príncipe hay buenos consejos sobre cómo introducir cambios en la sociedad. No hay que cacarear mucho los cambios, dice Maquiavelo, porque asustas a los que tienen algo que perder, mientras aquellos que apoyan esos cambios nunca están tan convencidos: como sólo ven promesas y no beneficios tangibles, a la primera dificultad se pueden desembarcar.
¿Ahí está colando una crítica al discurso original de la Nueva Mayoría?
[Se ríe] No, yo creo que siempre, si uno quiere hacer cambios de verdad, que resulten, no hay que andarlo diciendo en tono refundacional, porque provocas mucha tensión inútil. Si uno mira en retrospectiva la “revolución en libertad” de Frei o “la vía chilena al socialismo” de Allende, al final esas consignas generaron rechazo en la sociedad. Tal vez hubiera sido más astuto hacerlo de un modo tal que permitiera ir afianzando los cambios progresivamente. Por ejemplo, yo creo que si Allende hubiera sido presidente el año 58, habría tenido un gobierno más realizador y más tranquilo. Pero llegó al poder cuando las energías estaban demasiado cargadas en el mundo.
Escribe en el prólogo: “El cambio no llegará de la mano de los ‘profetas desarmados’, que ahora no predican desde los púlpitos sino desde las aulas universitarias y las redes sociales”.
FUENTE LA TERCERA