Por Juan Cristóbal Romero, director ejecutivo del Hogar de Cristo
El pasado domingo, como cada 20 de febrero desde 2007 y a instancias de la ONU, el mundo conmemoróel Día de la Justicia Social, en que todos deberíamos tomar conciencia de lo relevante que es repartir bien los panes, pelar bien el chancho, promover el respeto igualitario de los derechos y también de las obligaciones de cada ser humano.
Una cuestión central que explica el estallido social del 18 de octubre de 2019 tiene que ver con la desigualdad distribución de la riqueza, que por el escandaloso abismo que significa en materia de salud, educación, empleo, cultura y todos los demás ámbitos del bienestar humano, ha generado en los que menos tienen una permanente sensación de abuso, abandono y angustia. Una “triple A” de dolorosos sentimientos con la que nos encontramos en los Círculos Territoriales, justo después del estallido y antes de la pandemia, cuando, junto a Techo y Fondo Esperanza, logramos recoger el sentir y el pensamiento de más de 25 mil personas en situación de pobreza y exclusión social, mujeres jefas de hogar, en su mayoría.
Escuchar esas voces es crucial en el contexto político y social en que nos encontramos, camino a la redacción de una nueva Constitución, que no sólo debe consignar, sino ser capaz de hacer realidad el ideal de justicia social. Alberto Hurtado, quien fue un adelantado a su tiempo, un activista comprometido con este concepto que entonces ni siquiera se había acuñado, lo dijo claramente hace 76 años: “Hay en Chile dos mundos demasiado distantes: el de los que sufren y el de los que gozan, y es deber nuestro recordar que somos hermanos y que en toda verdadera familia la paz y los sufrimientos son comunes”. Eso fue en la década de los 40, cuando fundó el Hogar de Cristo, una causa orientada a hacer de Chile un país más digno y justo, porque no es caridad, sino justicia lo que el padre Hurtado y su obra propiciamos.
En uno de estos dos mundos de este Chile dividido prima el Estado de derecho y en el otro, no hay Estado ni derechos. En el segundo se ha instalado la narcocultura y el sálvese quien pueda como método de supervivencia. En el primero, se concentra el 1% más rico del país, que obtiene el 27% de los ingresos contra el 50% más pobre que logra apenas el 2.1%. En esta suerte de Chile de segunda, un ciudadano de una población de Cerrillos duerme 40 minutos menos que uno de Vitacura, por la tardanza que significa desplazarse en el transporte público; si llega a delinquir, tendrá una pena mucho mayor que el conciudadano que comete un delito de cuello y corbata; y, sin duda, es parte de los 5 millones de morosos, que representan el 20% del sistema financiero. Lo disparejo aumenta si, a su pobreza, se agrega el ser mujer. En promedio, las trabajadoras ganan un 30% que sus pares masculinos y los hogares con jefatura de hogar femenina no sólo presentan mayor tasa de pobreza por ingresos, sino que también mayor tasa de pobreza extrema por ingresos.
Hoy está de moda decir, en anónimos círculos xenófobos, en las cloacas que a veces se convierten las redes sociales, en ambientes de una intelectualidad dudosa, que “esto no es el Hogar de Cristo”, para significar que determinada institución e incluso el país no está para ayudar a cualquiera, a recibir a migrantes, a ser generoso con el que necesita o con el que sufre. En el Día de la Justicia Social ojalá todos podamos decir con orgullo y convicción que sí somos el Hogar de Cristo, porque creemos que cada uno merece un pan y no comulgamos con la idea de dos Chiles absolutamente desiguales.