Alejandro Aracena Siares
Editorial Homo desertum, 2024. Por Arturo Volantines
El patrimonio atacameño se ha ido tergiversando o desapareciendo. Solo el silencio ha persistido. Murallones derruidos en Puquios, Chañarcillo y en tantos otros lugares conversan con el viento.
Sin embargo, el relato es un milagro de piedra dura que mantiene la heredad de Atacama. Persiste en el siglo XIX a través, principalmente, de Jotabeche, Sayago, Morales, Figueroa y San Román.
En el siglo XX, algunos pocos dejan su aporte: Oriel Álvarez, Ríos y Cano. Más reciente: García Ro, Vidal Navea, Monroy, Montiel, Álvarez de Freirina y otros más, que siempre son pocos.
En el fondo más profundo de Atacama está Tierra Amarilla. Tiene más leyendas que habitantes. Tiene más héroes que minas. En ese territorio de sol —que retumba todos los días— ha vivido muchos años, Alejandro Aracena Siares.
Su labor ha sido inmensa, extensiva y didáctica. Ha reunido en su espíritu todo ese ramaje de no pocas aventuras que suceden como si nada, pero que tienen el calibre que cuesta encontrar en el mundo.
Es bisnieto, nieto e hijo de pirquineros así muchísimos atacameños, como dice Jotabeche. Ha sido esencialmente cuidador del patrimonio atacameño: arriero, huellero y baqueano. Con casi 90 años sigue, a pesar de los malos funcionarios del Estado, explicando a las nuevas generaciones el sol que brilla en sus frutos originarios.
El cateador del desierto, poemas para sus doncellas de piedra de Alejandro Aracena Siares fue publicado por la editorial Homo Desertum, que dirige, el historiador y poeta, Antonio Alfaro-Rivera. Esta edición tiene bellas ilustraciones y es de formato: 21×26.5 cm; es decir, un libro más grande de lo habitual.
El texto posee quince poemas dedicados al oficio de cateador y a las piedras preciosas y semipreciosas de Atacama, donde ahonda en sus características geológicas y sus simbolismos estelares. Son piedras que destacan un lugar en el mundo y no solo por su abundancia sino por su singularidad. Estas son: Ágata, turquesa, atacamita, amatista, crisol de roca, azurita, obsidiana, lapislázuli, turmalina, jaspe, crisocola, malaquita, ópalo y granate.
Son versos construidos en la función de dar a conocer las virtudes de estos minerales. Pero, también de catear el ser del minero y de su inmensa labor, para extraer y muestrear sus virtudes milenarias. Se puede percibir o entender lo que el autor trata que veamos cuando expresa a través del lenguaje minero —que domina a cabalidad— una forma heroica de respirar en el desierto.
Aquí, el poeta habla desde su andadura, que es un perímetro propio, que conoce bien. Y relaciona con propiedad esta actividad, de la cual suele decirse mucho: desde el cronismo externo. Por ello, resulta muy vital cuando quién habla en el poema es un cateador verdadero.
Alejandro es poeta que no solo escribe de su vida, sino que su vida es de ejercicio ilustrado en la poesía y en el amor incuestionable por su tierra. Dice: “Antes que el sol derrame su saca/ sobre las latas de la cancha/ me terceo el saco a la cintura/ y me ajusto la cuña y el combo/ a mis espaldas”. Luego, señala: “Soy el cateador/ el buscador de doncellas blancas…”.
En esas tropas blancas —andariegas del cielo azul de Atacama, tal su bandera constituyente— ponemos estos versos, que no solo son de Alejandro Aracena sino del pueblo indómito del Norte Infinito.