Rodrigo Cornejo Portilla, director de la carrera de Psicología, UNAB Sede Viña del Mar.
Hay quienes definen la felicidad, considerándola una emoción, un estado de satisfacción, y otros, una medida de bienestar subjetiva. Algunos buscan conseguirla por medio de un proyecto que alcanzar y hay quienes la viven, siendo felices, sin necesariamente estar conscientes por conseguirla o preocuparse por definirla.
Freud se pregunta: “¿qué fines y propósitos de vida expresan los hombres en su propia conducta?; ¿qué esperan de la vida?, ¿qué pretenden alcanzar en ella? Es difícil equivocar la respuesta, aspiran a la felicidad, quieren llegar a ser felices, no quieren dejar de serlo”.
Borges nos menciona, que al cabo de los años había observado que la belleza, como la felicidad es frecuente: “No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso”.
La felicidad sería una experiencia que, sin duda, todos buscarían pero que no necesariamente todos reconocen experimentar, al menos no de manera permanente. La experiencia nos muestra que entre más buscamos alcanzarla como un objetivo en sí mismo, menos logramos experimentarla. Para algunos se vuelve evasiva, para otros, una ilusión. Hay quienes confunden la felicidad con la diversión o el placer.
Tanto la filosofía como la psicología coinciden en que las personas felices son individuos que tienen una autopercepción positiva, se conducen de manera optimista y coherente en sus vidas, mantienen vínculos estrechos con su entorno social y además logran motivarse permanentemente por conseguir nuevas metas.
En el 2013 la ONU instauró el “Día Internacional de la Felicidad”, reconocimiento que no hace más que materializar una aspiración global histórica que busca que todos logren tener las condiciones materiales, psicológicas y sociales para alcanzarla. Pero la masificación de la idea de felicidad como aspiración se ha vuelto una moneda de dos caras. En el anverso, se vuelve una aspiración legítima que busca ser propiciada por las sociedades a través de una serie de medidas sociales. Por el reverso, se vuelve un imperativo cada vez más difícil de cumplir. Paradójicamente las nuevas tecnologías, que pretendían hacernos más libres, se han vuelto espacios virtuales que nos “exigen que nos mostremos felices”. Así, la felicidad se ha vuelto la nueva normalidad, como dice Eva Illouz, planteando que ésta parece estar beneficiando más a unos que a otros: “la felicidad se ha convertido en una poderosa herramienta para controlarnos porque nos hemos entregado a la obsesión que nos propone”.
Castoriadis dice que “el objetivo de la política no es la felicidad, es la libertad”, y ese es el problema. En el momento en que la felicidad se vuelve un imperativo, una obsesión de la polis, entonces pierde en gran medida su sentido, puesto que los individuos se vuelven más cautivos de un ideal impuesto que agentes activos en el camino en busca de su propia felicidad. El “tener”, el consumo, se vuelve una medida de la felicidad, cuando lo que parece estar en el corazón de esta es más bien el deseo, es decir, la distancia entre nuestros deseos y su inmediata satisfacción. Como escribió Kierkegaard “el goce decepciona, pero la posibilidad no”.