Por Luis Oro Tapia, Académico Escuela de Gobierno y Comunicaciones, U.Central
Pocas cosas reflejan de manera tan elocuente la pujanza de la cultura narco como los narcofunerales. Ellos dislocan la cotidianidad de cualquier ciudad. En las horas en que se llevan a cabo la ciudadanía simbólicamente se somete, en contra de su voluntad, al ritual más importante de dicha cultura: el cortejo fúnebre. Éste impunemente —y con la venia del Estado— basurea la rutina de la sociedad.
Los narcofunerales, a diferencia de las empresas que gestionan sepelios, tienen un pie en la inmanencia y otro en la trascendencia. Los participantes del rito fúnebre tratan de hacer una hendidura en el tiempo, al igual que cualquier grupo que se siente protagonista de la historia. Se saben señores. Su creciente poderío se trasluce cotidianamente en acciones que ofenden a la decencia y desafían al poder público.
Y todo ello con la anuencia tácita de un Estado acoquinado. Puesto que el Leviatán devino en un Dios mortal abúlico, ahora que está postrado y sumido en su impotencia (la cual tiene su raíz en la pusilanimidad de quienes lo administran) se ve obligado a escoltar a los que transgreden su propia legalidad. Una humillación de la cual poco hablan los teóricos del Estado de derecho.