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Una cacería inconclusa: la historia sobre cómo dieron con los imputados por el homicidio del cabo Palma.

El fiscal Felipe Olivari se había acostumbrado a que lo llamaran por muertos. Pasar casi 12 años en la unidad de primeras diligencias de la Fiscalía Centro Norte podía hacer eso: convertir un homicidio en parte de la rutina. Aunque también había ciertos límites. Uno eran los carabineros. En las comunas de Santiago donde le tocaba investigar, aún no mataban policías. Tampoco es que fueran intocables. Olivari, de 44 años, había visto agresiones, golpes. Incluso, disparos hacia ellos. Pero nunca el cuerpo de un patrullero.

Esa noche, la del 5 de abril, pensó que podría mantener ese registro, a pesar de lo sombrío del llamado que recibió cerca de las 21.15. Era el fiscal jefe. Había un carabinero en Avenida Matta, con una herida de bala en su cabeza.

Olivari manejó desde el Centro de Justicia y lo vio: el cabo primero Daniel Palma tendido, flanqueado por su motocicleta institucional, su casco y rodeado por todos los otros uniformados que aparecieron en la escena del crimen y que observaban con algo que el fiscal describe como una mezcla de rabia y resignación:

–En el último mes ya habían muerto dos carabineros. Este podía ser el tercero, decían. Había perdido harta masa encefálica. Obviamente eso pesaba.

Lo primero que el fiscal decidió fue trabajar el caso con el OS9, que ya estaba ahí. Lo segundo, encargar que buscaran todas las cámaras de seguridad en el sector y que les tomaran declaración a los compañeros del suboficial Palma. Lo mismo con los testigos. En esos primeros minutos había versiones que hablaban de tiros que salieron desde un Audi gris, otros de un auto azul o que la balacera tenía que ver con un concierto en el Teatro Caupolicán.

Aunque lo más incomprensible para Olivari era la soledad de Palma.

Pasa, dice ahora, en su casa, que los carabineros tienen una regla:

–Los motoristas siempre andan de a dos. Yo no entendía por qué andaba solo.

Casi dos horas después, un compañero del cabo Palma se lo respondió. Estaban en la 4ª Comisaría de Santiago cuando recibieron un llamado de apoyo: se habían reportado disparos en calle Coquimbo. Dos duplas de carabineros salieron, pero Palma quedó atrás de su pareja, el cabo Sebastián Ruiz, porque en un principio se subió a la moto equivocada.

“No divisé en ningún momento a mi cabo Palma detrás de mí”, declaró Ruiz.

Pasaron algunos minutos antes de que los tres motoristas supieran del baleo en Matta.

Un ingeniero mecánico que iba en su camioneta con su hija sí pudo verlo: contó que vio un vehículo azul metálico y a un carabinero en motocicleta que se posicionó a su derecha.

“Vi claramente cómo este carabinero realizó un gesto con su mano izquierda al piloto del automóvil azul. Sin embargo, observé que desde la ventana del copiloto bajó, y se asomó, un arma de fuego, creo que era una pistola, la cual fue dirigida hacia el rostro del funcionario y disparada en unas dos a tres ocasiones en contra del carabinero. Luego de los disparos, pude ver al funcionario caer de forma inmediata al piso y el vehículo de color azul que le señalé anteriormente huyó”.

Luego de dos horas, había tres cosas claras.

No parecía un atentado planificado.

El cabo Palma, que seguía en estado crítico en la Posta Central, quedó solo por mala suerte.

Necesitaban encontrar ese auto azul.

Había uno que no estaba lejos: un Chevrolet Sonic en la esquina de San Francisco con Biobío, sin cerrar y con un polerón y una pistola Glock en el asiento trasero.

–No sabíamos que era el auto que andábamos buscando, pero lo suponíamos –dice Olivari–. Porque es un auto que queda abandonado con las puertas abiertas en la vía pública, a pocas cuadras del lugar y coincidía el color que describían los testigos.

Las primeras imágenes de las cámaras de seguridad llegaron esa noche. Mostraban una balacera afuera de un cité en San Francisco 901, cuatro sujetos abordando el Sonic Azul desde donde le habrían disparado al cabo Palma y, además, a los pasajeros de ese auto subiéndose a un taxi después. También había un Nissan Versa y dos sospechosos más.

El fiscal Olivari pidió una orden de allanamiento a ese cité. Al mismo tiempo, el Labocar empezó a buscar huellas al interior del Sonic y el OS9, al dueño de ese auto. Lo encontraron en Angol esa misma noche, bebiendo al interior de un regimiento con amigos. Era un suboficial del Ejército llamado Boris Medina. Dijo que desde marzo de 2022 le arrendaba ese Chevrolet Sonic a un tal Bladimir Díaz, para que lo usara como Uber en Concepción. Cobraba $ 85 mil semanales. En enero, Díaz le dijo que iba a subarrendar ese auto a un venezolano.

El OS9 también llegó a Díaz en Penco. Le tomaron declaración a las 3.24 del 6 de abril. Explicó que a través de un abogado que tuvo cuando fue detenido por conducción en estado de ebriedad, supo de un venezolano de nombre Luis que quería trabajar como chofer de Uber. Le había subarrendado el Sonic en enero. Este Luis siempre pagaba en efectivo. Pero, una vez, lo hizo a través de un depósito de una cuenta que estaba a nombre de Emigli Torrealba.

“Hace un mes aproximadamente, Luis se retrasó con el pago y me dijo que había mantenido un problema familiar. No obstante, su primo, de nombre Carlos, sería quien seguiría cancelando el dinero. Desde ese momento me empecé a comunicar con Carlos, esto fue hace como un mes. Los pagos eran realizados en efectivo y con Carlos me junté dos o tres veces”, declaró Díaz. También dio los WhatsApp y fotografías de ambos.

No fue difícil dar con la mujer de la transferencia. Torrealba vivía en un departamento de calle Eleuterio Ramírez, en el centro de Santiago. La allanarían en algunas horas. Pero no sería el descubrimiento más importante esa noche. Ese vino desde el Labocar. Las huellas encontradas en el Sonic habían arrojado una coincidencia con la base de datos policial.

Eran de un ciudadano venezolano de 23 años, con antecedentes penales por porte de arma de fuego. Tenía el mismo nombre de pila que el arrendatario del Sonic que administraba Bladimir Díaz.

Se llamaba Luis Lugo Machado.

La promesa

Alguien llamó para dar una pista: los pistoleros del cabo Palma estaban en La Pintana. El fiscal Olivari, entonces, repitió el mismo mecanismo que usaría tantas veces esa noche. Llamar al magistrado del 7° Juzgado de Garantía, pedir la orden de entrada y registro y, luego, esperar a que la diligencia diera resultado. Un equipo de carabineros entró al departamento de calle Juan Bautista y pasó lo que tantas veces pasa cuando se sigue un llamado anónimo: nadie en ese lugar tenía algo que ver con el carabinero herido.

En esa noche interminable hubo otro llamado que sí ayudó.

Un taxista llegó a una comisaría en Peñalolén para denunciar que tres extranjeros que se bajaron de un Sonic azul lo habían asaltado y secuestrado en el centro.

“Una vez que se suben los sujetos, el que estaba en el asiento del copiloto me dice textualmente ‘maneja y sácanos de aquí’, por lo que debido a mi nerviosismo no podía hacer andar el taxi, fue en ese momento que este sujeto saca un arma de fuego y me la pone en el estómago y me dice ‘quédate tranquilo, que si te portas bien no te voy a hacer nada’”, declaró esa madrugada.

El recorrido, contó el taxista, terminó en Quinta Normal. En la esquina de Zenteno con Pedro Lagos.

Olivari supo de esto y lo mandó a llamar:

–Lo subimos a una patrulla policial y le pedí que hiciéramos el mismo recorrido que le pidieron hacer a él. Mi idea era ver todas las cámaras de seguridad del sector, para ver si podíamos hacer un seguimiento con esas imágenes.

Arriba del auto también iban oficiales del OS9. Olivari estaba con ellos, buscando cámaras en la madrugada, cuando recibió un mensaje del fiscal regional, Xavier Armendáriz: el cabo Palma había muerto. Olivari se los dijo ahí mismo.

Hubo un silencio, recuerda, pero también una promesa.

–La meta era ojalá detener a todos los involucrados.

Un iPhone en la micro

Emigli Torrealba llevaba tres años en Chile, cuando alojó a su sobrino Carlos Cortez, que recién llegaba de Venezuela. Ella vivía en el centro de Santiago, con su marido y su hija. Tenía su situación migratoria regularizada. Cortez, en cambio, no. Había entrado por Colchane en enero de 2021 y al poco tiempo de ser recibido por su tía, consiguió trabajo como reponedor en un supermercado de Vitacura.

A veces, durante los seis meses en que lo alojó, Torrealba le prestaba su cuenta rut para que le depositaran el sueldo. Incluso le daba sus claves bancarias por la confianza que le tenía. Pero Cortez no duró mucho ahí. Fue a buscar suerte en Viña del Mar y Concepción. En el sur, dijo ella, su sobrino cambió.

“Comenzó a juntarse con algunos compatriotas venezolanos, que la verdad no me traía un buen presentimiento, porque había cosas que eran muy raras y tenían poca justificación. Por ejemplo, en una ocasión me habló de que traería a una mujer de Venezuela para explotarla en el rubro de la prostitución, considerando que ello está asociado a drogas y armas, además, después de irse de mi departamento nunca más demostró tener un trabajo fijo remunerado, mal administraba su dinero y en varias ocasiones me pedía que le pasara plata, a lo que yo accedía con el cariño que le tengo por ser mi sobrino”.

La última vez que lo vio fue en noviembre pasado. Vino a visitarla desde Concepción.

“Iba en compañía de un amigo venezolano, de quien no sé su identidad, pero físicamente era de tez clara, contextura delgada, estimo que debe haber tenido unos 25 o 26 años, más que eso no, por su aspecto y forma de hablar me dio la impresión de que era delincuente”.

Antes de cortar relaciones con su sobrino por una deuda de $ 50 mil, Torrealba le prestó su cuenta a Cortez para pagar el arriendo de un auto que estaba trabajando como Uber. Eso fue lo último que supo de él antes de que carabineros entrara a su departamento la mañana del 6 de abril. Ahí contó esto y entregó todo lo que le pidieron: su nombre completo, su pasaporte, sus perfiles en redes sociales y números de teléfono. Antes de que se fueran, los policías le mostraron una foto de Luis Lugo Machado.

Emigli Torrealba sabía quién era: “A esta persona la conozco como el amigo que acompañó a mi sobrino, quien fue a visitarme en el mes de noviembre”.

Con esa información comenzaron a rastrear las antenas y tráficos de llamados, para poder geolocalizar sus movimientos en los últimos días. Buscando en sus redes sociales aprendieron sobre su contextura física y si tenían tatuajes visibles, como el que Lugo Machado mostraba en el brazo. El OS9 seguía revisando cámaras. Así detectaron que los hombres que asaltaron al taxista se habían metido a un cité en calle Zenteno.

Un día después del homicidio lo allanaron. Era una posibilidad cierta de encontrarlos.

–No estaban. Pero sí encontramos muchos testigos que nos dijeron que unos sujetos que vivían ahí, anoche se cambiaron todos de ropa y se fueron. También estaba el Nissan Versa que tenía encargo por robo –recuerda Olivari.

Sin otra línea de la cual tirar, tuvieron que volver a buscar cámaras y ver si podían rastrear su paradero. A menos que probaran algo inusual, explica el fiscal.

–Las personas que estaban involucradas, o que tenían información, iban a estar escondidas por temor. Entonces iba a ser muy difícil ubicarlas. Así que con los jefes de Carabineros se nos ocurrió dar a conocer los nombres de ciertas personas que nos interesaba ubicar y ver si la comunidad nos podía ayudar. Acá no estaba el riesgo de que se ocultaran más. No había nada que perder.

El 6 de abril se hicieron públicas las imágenes y los nombres de Luis Lugo Machado y Carlos Cortez. Fueron descritos como sujetos de interés. Los teléfonos, por supuesto, sonaron. Alguien dijo haber visto a Cortez en Quellón, a pesar de que era imposible por la cantidad de horas qué habían pasado, y a Lugo Machado, en Cummings. También informaron de tres venezolanos ocultos en una casa en Talca. El OS9 entró al lugar y sólo encontró a chilenos.

Ahí fue cuando apareció.

Una mujer en Coronel, esposa de un chofer de micro, reportó haber encontrado hace un mes en el bus de su marido el iPhone de una persona que, por las fotografías que guardaba, parecía ser Lugo Machado. Al día siguiente, Olivari pidió la autorización para que lo trajeran a Santiago y lo examinaran:

–Nos arrojó mucha información. Pudimos sacar un listado de nueve domicilios en donde él había estado durante las últimas semanas. De esos, nos centramos en tres que eran cités habitados por ciudadanos venezolanos. Dos de ellos eran en Quinta Normal.

El 9 de abril por la tarde entraron a uno en Nueva Imperial. En una pieza encontraron el pasaporte y la cédula de identidad venezolana de Luis Lugo Machado. También un polerón que salía usando en algunas de sus fotos en redes sociales. En esa misma habitación también dormían dos otros primos venezolanos.

Uno de ellos era José Moreno. Tenía 27 años y llevaba seis meses en Chile. No fue capaz de explicar por qué los documentos de Lugo Machado estaban en su pieza. El otro era Ovicmarlixion Garcés, de 18 años: llevaba 12 meses en el país. También le preguntaron por el pasaporte de Lugo Machado:

“No sé cómo llegó a mi pieza. Yo no lo conozco, nunca lo he visto en donde vivo. Y conforme al polerón, puedo decir que este polerón yo lo saque de una bolsa de ropa que estaba en la vía pública, los cuales los peruanos que arriendan una parte de este domicilio cuando quedan mal confeccionada las dejan afuera y nosotros escogimos las que nos quedan buenas y dejamos para nosotros”.

Ambos fueron trasladados al OS9 para prestar declaración y hacerle los trámites de identificación a Garcés que, como estaba en situación migratoria irregular, no existía en ningún registro. Para esos efectos, le pidieron tomarse las huellas dactilares.

Enviaron las muestras al Labocar y ahí vino la sorpresa: había rastros de Garcés en los dos autos asociados al homicidio.

Felipe Olivari tenía a su primer detenido.

Tres de seis

Aún faltaba entender la balacera del principio. Luis Peña, un colombiano de 30 años, tenía la respuesta. Ese mismo 9 de abril declaró que vivía en Chile hace dos años con su pareja y que trabaja administrando y cobrando los arriendos de un cité de 18 piezas en la calle San Francisco, donde mayormente vivían extranjeros. El 5 de abril fue con su señora en taxi a mostrarle las piezas a un peruano y a un chileno que estaban interesados. También se reuniría con un maestro para ver unos arreglos.

Cuando llegaron, subió al segundo piso, vio a dos mujeres que no conocía y, luego, a tres hombres armados que le gritaron “quieto, mamahuevo”, y le sacaron $ 500 mil a su mujer de la cartera. Uno de ellos, dijo Peña, “me tomó de la ropa con la pistola y me apuntó, me pone la pistola en la oreja y efectuó un disparo, en ese momento salieron más personas corriendo a tomar a mi señora y a las otras dos personas que andaban con nosotros. Yo en ese momento me metí a la pieza 4 con mi señora y me encerré, donde por desesperación de lo que estaba pasando, salté por el balcón hacia el primer piso y caigo en la calle, luego saltó mi mujer”. Peña corrió hacia ella, pero tuvo que retroceder hacia el taxi, porque empezaron a dispararle. La mujer quedó ahí hasta que llegaron los carabineros, pocos minutos antes de que le dispararan al cabo Palma.

El día en que dieron su testimonio, también les pidieron analizar distintas fotos. Reconocieron a Carlos Cortez, Luis Lugo Machado y a Ovicmarlixion Garcés como los hombres que los encañonaron.

En la madrugada del lunes, el teniente Francisco Berger y un equipo del OS9 volvieron a registrar el cité de Quinta Normal. De todos los residentes que estaban en el patio, hubo uno que les llamó la atención. Lo veían nervioso, mirando hacia atrás, como escondiendo su rostro. Pero lo que lo delató fue algo más.

“Revisamos su brazo derecho, observando que este sujeto mantenía el mismo tatuaje que Lugo Machado, el cual consiste en un fondo negro con una cruz en la zona del antebrazo y una flor estilo rosa sobre la parte del codo, acompañado de unos números entre la cruz y la rosa”, declaró Berger.

A las 4.45 am le preguntaron si era Luis Lugo Machado. El hombre, resignado, dijo que sí.

Era el segundo detenido.

Había un cuarto sospechoso. Tenía 23 años y se llamaba David Fuentes. A través de las cámaras de seguridad, fiscalía lo tenía como uno de los que participaron del tiroteo en el cité de San Francisco. Pero que después, junto a un compañero, asaltó a una pareja en un Chevrolet Spark, que los dejó en calle Argomedo. Desde ahí caminó a un cité en Copiapó. Cuando la policía allanó, encontraron su ropa en una pieza. Durante esos días había estado invitando a vecinos a fiestas en un edificio cerca de Américo Vespucio. El 12 de abril lo arrestaron en un departamento en Macul.

Carlos Cortez, en cambio, aún no aparece. Lo mismo que los otros dos sospechosos que aún no son identificados.

–Estas personas se mueven mucho entre cités y Cortez seguramente tuvo la fortuna de moverse entre ciertos inmuebles que nosotros o no hemos allanado o allanamos tardíamente –explica Olivari.

El 13 de abril, ocho días después del homicidio, el fiscal consiguió prisión preventiva para los tres imputados durante la formalización. Algunos días más tarde, le tocó traspasarle la causa a la fiscal Tania Sironvalle y volver a su rutina: las primeras diligencias, los turnos de noche y los muertos que no le piden promesas como la que aquí no pudo cumplir.

Eso, dice ahora, es lo que lo frustra.

Que a pesar de todo lo que hicieron, tres asesinos siguen por ahí.

Fuente: La Tercera

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